Pbro. Rigoberto Beltrán Vargas,
Colaborador del Periódico “El Ciudadano”
Existe un asunto que no quisiéramos que estuviera en la mesa del análisis nacional: la corrupción pública y privada. Para algunos, es una situación “normal”; para otros irreversible y para otros más, uno de los grandes problemas estructurales del país, cuyas raíces fuertes, extensas, profundas han invadido instituciones de todo tipo.
Según la información que proporciona “Trasparencia Internacional”, entre el año 2000 y 2017 México pasó del lugar 53 al 134 de 175 países evaluados, lo cual quiere decir que en solo 17 años escalonamos 81 peldaños. Dicho de otra manera, la corrupción pública y privada acompañada de la impunidad, su herma siamesa, que la encubre y reproduce, es un problema estructural que afecta directa o indirectamente la vida, la dignidad de las personas y organizaciones en México, especialmente de los grupos en mayor vulnerabilidad.
Este vínculo pernicioso entre corrupción e impunidad provoca la disminución de la inversión, frena el crecimiento económico, empuja a las empresas a actuar fuera de las reglamentaciones del Estado, aumenta la economía informal, conduce a la pérdida de la credibilidad de las instituciones, compromete el desarrollo de la sociedad, afecta la convivencia, pervierte el ejercicio de la autoridad, nos anclan en el subdesarrollo y nos impiden progresar.
La corrupción cruza diversas dimensiones, las históricas, políticas, económicas, sociológicas, éticas, jurídicas, culturales y desde luego no se escapan las religiosas. Pero a pesar de todo, la misma complejidad puede ayudar a comprenderla mejor y a encontrar posibles soluciones.
Uno de los casos nacionales donde lastimosamente se ha proyectado este caso, es el asunto de Ayotzinapa.
Con la liberación de Gildardo López Astudillo, alias el “Cabo Gil”, se establece un precedente grave y abre la posibilidad de que sean liberados otros cincuenta detenidos por el caso de la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, realizada la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero. López Astudillo se encontraba detenido desde 2015, acusado de ser el jefe de la plaza del grupo criminal “Guerreros Unidos” en Iguala cuando se cometió el ataque contra los normalistas, pero el último día de agosto fue puesto en libertad por el juzgado primero del Distrito de procesos penales federales, con sede en Tamaulipas y a cargo del juez Samuel Ventura Ramos.
Dentro del proceso, se reconoce que algunas liberaciones pueden atribuirse a la indebida integración de la investigación por agentes del Ministerio Público, así como por los actos de funcionarios de la extinta Procuraduría General de la República, quienes construyeron una versión de los hechos basados en la simulación, pero permiten que los acusados salgan libres mediante una aplicación laxa de la ley. Increíble, pero cierto.
La corrupción carcome a la sociedad del México actual
La impunidad es la hermana siamesa de la corrupción